Por Argentina he viajado tanto como lo he hecho por el mundo. Tomar el tren, o la ruta y manejar horas es para mí un excelente ejercicio de reflexión, paciencia, hasta de quietud atemporal que me brinda placer, y en muchas ocasiones felicidad, que practiqué tanto en el exterior como en mi país.
He puesto mis pies en todas las provincias argentinas, y en muchas, numerosas veces. Hemos visitado dos veces el glaciar Perito Moreno, la cueva de las manos, cinco o seis veces las Cataratas, varias veces a Jujuy, Salta y Tucumán. También he viajado por las poco visitadas Catamarca y La Rioja, el cañón de Talampaya dos veces, Ichigualasto, la Patagonia en toda su extensión y cada una de sus provincias, también varias veces, los esteros del Iberá, etcétera.
También hice trabajo voluntario durante varios años en una comunidad de pueblos originarios, de El Impenetrable en el Chaco, yendo una o dos veces por año, puntualmente a la localidad de Wichi.
La única provincia argentina que debo admitir que no conozco de manera convencional es Formosa. Es decir que no entré por una ruta o un aeropuerto digamos, ni conozco su capital. Sin embargo, allí también he puesto mis pies, ya que estando en el Impenetrable, tuvimos que cruzar a nado el río para ir a buscar troncos para construir un invernadero para la escuela de la localidad, con lo cual atravesamos a nado el Bermejo hasta la costa formoseña, cortamos los troncos, volvimos agarrados con ellos del lado chaqueño, a veces sin lograr hacer pie. Por lo cual, al menos pisé tierra formoseña. Pero salvo esto, reconozco que con esta provincia estoy en deuda.
Tomar la ruta durante varias horas, concentrado en el camino, me resulta un placentero ejercicio de introspección, de vaguedad, de momento presente.