Al cumplirse un año de viaje desde nuestra partida de Buenos Aires, en este país conseguimos nuestro primer trabajo humanitario. Dormíamos en un colchón en el piso, y yo cobraba en francos guineanos el equivalente a unos dos cientos dólares.
Acá me desempeñé como asistente en el dispositivo montado entre diferentes organizaciones humanitarias, coordinadas por Naciones Unidas, para brindar ayuda de emergencia a refugiados de guerra en más de veinte campos. De manera muy simplificada, yo ayudaba en el control de raciones de comida que se les entregaba a los refugiados, y también íbamos a los campos y les conseguíamos comida a organizaciones campesinas que de esta manera podían sumar fuerza de trabajo para llevar adelante pequeños proyectos que ellos pedían según sus necesidades, como construcción de una sala de atención primaria, aulas, etcétera.
Viajamos mucho por Guinea, vibramos en su capital Conakry, caminamos la selva, hice incursiones furtivas a un país en guerra civil como era Liberia, junto a mi jefe, que era un sierraleonés de origen libanés, y caminé aldeas entre campos de arroz y morros de todas las tonalidades de verdes posibles.
«Yo he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible, se sabe demasiado», Silvio Rodríguez